martes, 25 de noviembre de 2008

SIN PIES NI CABEZA

Me marcho y esta vez lo hago sin dejar la puerta abierta. Ya no queda nada en el armario, ni siquiera una pastilla de jabón reseca encima del lavabo.
El miedo sabe a piedra pómez, tiene el tacto de las agujas y la distancia del agujero.
El gato no estaba en celo, tenía pulgas. Las mismas que se te pegaron a ti al cuerpo el día que nos conocimos. Por eso cuando me ves, todavía te rascas.
Sería hermoso llamarse Medusa y, en vez de peinar serpientes, peinar resacas.
Por mucho que me sostenga la frente con la mano y deje que los ojos me los queme una bombilla, vendrá como cada noche la angustia envuelta en sábanas. Me he resignado a vivir con la boca seca, buscando espejismos por todas las paredes y adicta a ese olor a amoníaco con el que se empeña en limpiar el cuarto de baño.
Me parece que veo tu cara en todas partes. Me agota esta servidumbre. A veces te presiento a mis espaldas con tu paso largo y silencioso, yo me apresuro e incluso entro en alguna tienda y pido un artículo que no me interesa: medias de cristal, grapadoras, pilas alcalinas, revistas del motor, horquillas de moño... creo que hasta un viaje a París.
A ti París te parecía irreal. Vaya cara de idiota ponías cuando hacías citas en francés y te pasabas la mano por el pelo con aquel aire de bohemio y la templanza que dan los años. Hacías de la mesa un plano de la ciudad e ibas marcando con el dedo, cada una de las calles por las que habías pasado. Frente a esta casa, me encontré por primera vez a Olveira, nos hicimos una foto delante de aquel puesto de flores, aquí compré una boina ... era como volver a ser unos reciéncasados. Y sólo eráis unos turistas horteras paseando por París. Mientras tú hacías tu ruta de Gran Conquistador, yo me conformaba con tirarle piedras a los patos, con libros de segunda mano y comer pipas delante de la tele. Nunca he tenido unas caderas rumbosas. Pocos zapatos de tacón y muchas corbatas. Lo de los tirantes fue una manía que vino después. Aquellos duelos estúpidos hombre / mujer que se te antojaban los lunes por la mañana olían demasiado a Novokob y, francamente, ninguno de los dos dábamos ya la edad. Llamarte cabrón era pura coquetería, esa camaradería absurda que se les ocurre a los que se conocen desde hace poco. Pero ahora estamos lejos. Hemos dejado nuestro reinado. Yo me columpio en los alambres electrizados de un campo de concentración y tú vendes Biblias a domicilio. Ahora me he hecho mayor, porque he tomado el hongo crece-niñas de Alicia. Y ya no me queda más que este café y un solo euro para pagar,

viernes, 7 de noviembre de 2008

EN LAS SIETE

Esta tarde se ha hecho de noche muy pronto. La gente ya va toda con abrigos de invierno. Yo llevo mi sombrero años 20 y mis guantes bicolores. Fue espantoso que coincidiésemos en la calle con Horacio y la Maga. Horacio no dejaba de mirar la bolsa de las botas como el cuerpo del delito. Me hizo sentir como una puta. Y luego su manía de invitarnos a un jerez en la cafetería de Las Siete. Ya sé que a tí no te gusta el jerez. Pudiste pedir cualquier otra cosa. Menos mal que la Maga se atiborró a hacerte preguntas sobre tu trabajo sin entender nada, mientras Horacio me clavaba los ojos. Sólo le faltó decir "así que éste es el pibe que lee a Juan Luis Panero y que se acuesta contigo". Cierto que yo me deshice de la conversación y me puse a mirar a los clientes. Me fijé en una vieja señorita que bebía "Pipermín" sentada en la barra. Tenía aspecto de maestra de escuela y una carrera en las medias. Además, le hacían falta tapas a sus zapatos y el bolso se notaba que era heredado. Los ojos llorosos y ese continuo mover el pañuelito sobre la nariz, parecían la inminente llegada de un chaparrón de lágrimas. Pero más fuerte llovía fuera y no podíamos salir de Las Siete. La gente entraba con los paraguas desmayados y desenvarillados. Qué triste es ver la muerte de un paraguas. Aunque Horacio opine que es poético, yo creo que es triste como un sombrero en el suelo que se lleva el viento. Menos mal que habían quedado con Etienne y los otros para ver un filme extranjero en el aparato cinematográfico de Verschó. Si no, aún estaríamos con ellos y con Horacio y su lista de preguntas para saber si eres apto para el club. Me pregunto quién cuida de Rocamodour cuando salen juntos. Me molestó la risa cínica de él, cuando vio mis Ducados Rubio. Ya no tengo para Gauloises. Aunque no sea tan sofisticado y tenga, como dice él, que cortar el cordón umbilical. Está obsesionado con el cordón umbilical. Parece que él no depende de los giros que llegan de Argentina. Está en París como si ésta fuera su gran madre. Lo que fue asqueroso fue tener que soportar la tos de la Maga y ver cómo expectoraba en un pañuelo de caballero. Aparte de sus preguntas. Conmigo ya no se atreve. Enseguida se le antojaron mis botas. Como era de esperar. Se le antoja cuanto tengo o cualquier nimiedad sin valor. Como cuando se empeñó en comprarse unas medias iguales a las mías porque tenían el dibujo de una espiga en negro. Después de beber cuatro copitas de jerez ya estaba como para ponerse flores de aire en el pelo. Hoy jugueteaba con un trozo de monóculo que encontró en el patio de butacas de El Imperial. Es increíble que pase más tiempo buscando por el suelo que contemplando la representación. A Horacio también se le antojó que estoy muy delgaducha y que mis piernas parecen dos alambres.¡ Al demonio con todo!