domingo, 15 de marzo de 2009

CINCO AÑOS

Los pantalones me arrastran y llevo sucio el dobladillo. Ya me he abandonado de tal modo que ya da todo igual. La comida me apesta y mi apetito es cada vez menor. Parece que un enjambre de polillas me devoran el estómago. Suenan los grandes éxitos de Serrat “Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar”...Se me ha parado el reloj en las seis de la tarde. Una hora infantil que suena a “Barrio Sésamo” y bocadillo de “Nocilla”. Siempre fui una niña abandónica, aunque éste sea un recuerdo falseado de mi memoria. Miro atrás y veo a la eterna niña de cinco años jugando sola. Era quitarme la falda y quedarme con los piterpanes. Era Robin Hood o Peter Pan. Siempre me gustaron las espadas. Hoy derramo lágrimas por la muerte de aquella infancia rota por el desencanto. El temporal me trae a las manos las mismas hojas que yo recogía en la Alameda, con ellas haré un manto que cubra a la niña difunta y encenderemos velas azafranadas para que su alma no se la lleven las palomas. El cuerpo es pequeño. Delgado. Se va yendo entre suspiros asmáticos, tirando del aire que no llega. Ya no están cerca las manos de su madre. Su padre quedó atrás. La niña no llora. La niña sabe que va a la muerte. Y la espera con su cara cianótica y las manos unidas. Las manos. Tan pequeñas y tan bien hechas. Se diría que son de una princesa. Pero ella no fue nunca la princesa de nadie. No hubo reinos en su desparaíso. Ahora yace muerta con su medallita de la virgen María. El viento se ha vuelto violento y ha hecho volar una bolsa de plástico como un globo. Los niños no deberían morir nunca. Y todas las niñas deberían ser, al menos, por una vez, princesas.

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