miércoles, 17 de marzo de 2010

DE VUELTA A LA NIÑEZ

Nací cuando nadie me esperaba, pero mi nacimiento fue una fiesta que duró mucho tiempo. Tampoco fui una niña normal; aprendí a hablar a los nueve meses y a los 14 ya mantenía largas conversaciones. Nacida en un ambiente de cultura, donde predominaba la música y la lectura, pronto desarrollé mis cualidades intelectuales. Lo que no puedo negar es que era de genio vivo y encendido, lo que en mi primera infancia me acarrearía más de un problema con alguna profesora amargada que no entendía cómo era posible una niña que nunca tuviera mocos nunca, porque me sonaba perfectamente, tenía una locuacidad y un vocabulario inaudito para mi edad y me desenvolvía con mayor eficacia que muchos de los políticos de nuestro tiempo.
Me veo ahora y no soy ni la sombra de lo que fui. ¿Por qué tenemos que crecer? Miedo a la madurez. Miedo a los trenes que han pasado de largo. Miedo, en suma, a la Vida. Al mundo genitalizado. A los hombres y a las mujeres. Ser mujer es una carga peligrosa con la que no pueden mis brazos de niña de cinco años. La vida me disfraza con zapatos y vestidos grandes. Con el rojo mal pintado en los labios y un montón de cuentas de colores al cuello. He crecido, me “he hecho mayor”, adulta. Hace tiempo que se me permite fumar y beber. Pero yo sigo sola en el mismo cuarto, donde comprendí que mis amigos me habían abandonado, leyendo a los Rusos y a Galdós. Avejentándome como un paquete de tabaco vacío y tirado en la calle durante meses, haciendo y deshaciendo el manto de Penélope con mis años. Hay años dulces, pero los hay tan perversos como una jauría de perros devorando a un niño.

1 comentario:

  1. La madurez tiene algo de plenitud, pero también encierra siempre una semilla de decepción... Hermoso tu texto, que incita a la reflexión más profunda. Un beso, amiga,
    V.

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